sábado, 28 de marzo de 2015

LA LUCHA POR EL MANTO

En 1583 el arzobispo Toribio de Mogrovejo convocó al concilio de los nueve obispos de su jurisdicción, desde Nicaragua hasta Santiago de Chile. Entre los temas tratados  estuvo el de las tapadas limeñas cuyo manto, dejando ver un solo ojo, ocultaba el mal comportamiento de las mujeres”. El cónclave prohibió que las mujeres se cubrieran en público o en sus ventanas, en las fiestas de Corpus Christi, de Viernes Santo. Para las infractoras la pena fijada fue la excomunión, aunque el Vaticano no confirmo esa extrema sanción.
Con el virrey Hurtado de Mendoza, en 1590, la tapada tuvo un nuevo impulso: la esposa del virrey y sus damas adoptaron la saya y el manto instigados según Palma, por el mismo virrey para ofender al arzobispo de quien era enemigo. Pero anos después, los alcaldes del crimen  exigieron al virrey e Montesclaros hacer cumplir la ley que castigaba con tres mil maravedíes el que las mujeres  se cubrieran el rostro “por estar este daño tan introducido y de ello poder seguir escándalos públicos”.

El virrey considero que la sanción no constaba en la recopilación de leyes para las indias y argumentó que era imposible de cumplir en Lima pues habiéndose intentado antes sin resultado, el riesgo sería la pérdida del respeto a la justicia.
Asi, la tapada limeña siguió reinando, por más de 300 años. Palma considera que la costumbre estuvo vigente desde 1560 y aunque a los varones no les gustaba que sus esposas o hijas usaran el traje, nada pudieron  hacer pues para ellas el traje era un instrumento de independencia. Recién en el boom del guano y con el afrancesamiento de la moda, las limeñas abandonaron el manto.
Todos los viajeros  que pasaron por Lima se asombraron y muchos criticaron  esta costumbre que facilitaba el ‘libertinaje’. Lora Tristan , por el contrario , a su paso por el Perú en las primeras décadas de la república, opinó que no había lugar en el mundo en que las mujeres tuvieran  más libertad y fueran superiores a los hombres, y lo atribuye en parte al poder  que les proporcionaba el traje.
Y así debió ser, pues Von Tschudi, al relatar sus viajes indica que los extranjeros casados con limeñas les exigían dejar el manto y la saya, pero ellas  fingiendo acéptalo, “aceden a mil artificios para no renunciar por completo a esa costumbre  a la que son adictas”.
Dadas las restricciones  morales de la época, cuán poderosas se deben haber sentido bajo el manto las tapadas, chismeando, coqueteando, y hasta   abordando caballeros, pero también  les permitió conspirar políticamente, desde la independencia hasta los primeros años de la república, cuando la saya  orbegosina o la gamarrina fueron  un código de pertenencia a uno u otro grupo político.

Así, mientras el velo musulmán fue y es aún impuesto a las mujeres como una forma de dominio masculino, en Lima, el uso voluntario y hasta rebelde del manto, en las ocasiones que ellas escogían, fue un signo libertario durante 300 años.

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